*María Silvia Serra
Soy docente de la Universidad Nacional de Rosario desde hace casi treinta años. A lo largo de estas tres décadas muchas discusiones acerca del para quién de la Universidad en la Argentina se han hecho recurrentes. Los debates sobre las restricciones en el ingreso, sobre la gratuidad, sobre la autonomía universitaria y sobre la responsabilidades que el Estado posee en su financiamiento parecen no dirimirse nunca.
El “cambio” que trajo el gobierno nacional ha vuelto a ponerlas en el tapete. En el primer semestre de 2016, en medio del conflicto salarial y de los debates sobre el financiamiento de la Universidad pública, se han hecho oír diversas voces al respecto. En los medios de comunicación y hasta en el interior de los claustros universitarios, venimos escuchando a quienes denuncian, por ejemplo, el alto número de estudiantes extranjeros, de países latinoamericanos, en nuestras casas de estudio “usufructuando” una gratuidad que no les corresponde. O, entre figuras políticas, es común la expresión “Universidades del conurbano”, no para hacer referencia a su localización geográfica sino como adjetivación que las pone bajo sospecha. La cuestión del para quién de la Universidad, de quiénes pueden acceder legítimamente o de a quiénes están dirigidas, ligada directamente a los conflictos por su financiamiento, desplaza el problema. Pareciera que no se pone en duda que el Estado sostenga el sistema universitario, pero no uno tan “lleno”, tan “amplio”, tan “extendido”. ¿Tan … “inclusivo”? Pareciera que las políticas universitarias de la última década dejaran de ser inclusivas para ser parte de la famosa “pesada herencia”….. como si el alto número de estudiantes que las Universidades argentinas tienen hoy dentro de os claustros fuera sólo visto como un problema.
Revisar el vínculo entre sociedad y Universidad a lo largo del siglo nos devuelve rápidamente que no sólo en nuestro país, sino en buena parte de América Latina, hubo otras décadas donde las Universidades abrieron sus puertas de tal modo que entraron los hijos e hijas de los empleados públicos, de los comerciantes, de los técnicos, de los obreros. Los 60 y los 70 son un buen ejemplo de ello. Muchos de nosotros conocemos las historias de nuestros padres, hijos de laburantes que apenas disfrutaban uno o dos feriados al año, y que en esos tiempos hicieron posible el acceso a la universidad para su prole. En mi caso, me animo a decir que es probable que yo escriba estas líneas, entre otras cosas, porque hubo una universidad abierta, inclusiva a sectores medios y sectores populares, a la que pudieron asistir las generaciones que me precedieron.
¿Habrá habido en esos tiempos quien denunciara la apertura de las universidades por el riesgo de que afectara su “calidad”, quien pusiera en duda la legitimidad de las aspiraciones de esos hijos de panaderos, de modistas, de maestros, de albañiles, de asalariados, de convertirse en profesionales? ¿Acaso no somos muchos los profesores que hoy habitamos las universidades públicas, efecto de esas aperturas, de esas apuestas que hizo la sociedad por la universidad?
Eran otros tiempos, sin duda. Quizá se creía más en el vínculo entre educación y futuro. O quizá fue el efecto de las primeras expansiones de la escuela secundaria, que había nacido para pocos. Hoy su carácter obligatorio hace de la educación universitaria un derecho para todos. No es una conquista menor. En la medida en que el acceso a la educación secundaria se garantice, la universidad se acerca más a la posibilidad de estar al alcance de todos, mientras siga teniendo sus puertas abiertas, y sea gratuita.
Jacques Derrida, en su texto Universidad sin condición[1], se pregunta por el futuro de las Humanidades y el de la Universidad, en un mundo cambiante, problemático, diferente de aquél que la hizo posible. Este sin condición, como condición necesaria de la posibilidad de que la Institución Universitaria se recree, hace referencia al ejercicio libre del pensamiento, la universidad como “el lugar en el que nada está a resguardo de ser cuestionado, ni siquiera la figura actual y determinada de la democracia; ni siquiera tampoco la idea tradicional de crítica, como crítica teórica, ni siquiera la autoridad de la forma ‘cuestión’, del pensamiento como ‘cuestionamiento’” (pág. 14).
Quizá este sin condición pueda ser útil para nominar a quiénes llegan a la Universidad. “Sin condición” que se anteponga a que un/a joven, cualquiera sea su condición –económica, social, de saberes previos, de identidad, de nacionalidad- pueda transitar por ella. Ese parece haber sido el principio que organizó la Universidad argentina: pública, laica y gratuita, abierta, sin restricciones para el ingreso, amplia -salvo, claro está, en los gobiernos militares que vieron siempre peligros en esa apertura. Sin condición, para establecer que nada de lo que un/a joven es interfiera en la posibilidad de que sea parte de los estudios universitarios. Históricamente la Universidad argentina se ha distinguido por eso, aún con las contradicciones que a condición de ser sin condición le impone.
Las universidades públicas argentinas no son ámbitos de tránsito fácil. Por el contrario, muchas veces resultan áridas: cuestiones presupuestarias, estructuras y culturas institucionales difíciles de cambiar, desafíos en las políticas académicas, necesidades ligadas al imperativo de atender desde la enseñanza las transformaciones culturales, tecnológicas y científicas hacen de ellas espacios de lucha, no siempre confortables ni sencillos de habitar.
Esto es así tanto para docentes como para estudiantes. Ellos/as en muchos casos pelean por un lugar en las aulas, los pasillos, las bibliotecas, los laboratorios. Pelean por hacer escuchar su voz, por inscribirse, por hacer valer sus derechos. Reclaman la herencia que les corresponde. Buscan, marchan, luchan.
La Universidad pública no es un lecho de rosas. Nadie lleva de la mano a nadie. Sin embargo allí están, insistiendo. Nos toca a nosotros, los docentes, sostener un gesto de institución de los herederos y herederas que exceda cualquier especulación o cálculo.
A nosotros y a quienes tienen la responsabilidad de hacer posible el derecho a la educación.
Imagen: Universidad Nacional de Rosario. Recuperada en http://bit.ly/2a1VJsY
[1] Trotta, Madrid, 2001.