* Pablo Daniel Vain (UNaM-CONICET)
En mayo de este año, el gobierno de María Eugenia Vidal decidió cambiar el régimen de calificaciones en la escuela primaria y reinstaurar los aplazos para los alumnos de 4° a 6° grado que tengan notas de 1, 2 y 3 puntos. Además, fijó la calificación “insuficiente” o “aún no satisfactorio” para los chicos de 1° a 3° grado que no cumplan con los objetivos.
Cuando se aprobó la decisión de la Dirección de Cultura y Educación bonaerense, que impulsó volver a implementar el aplazo, el viceministro de educación de Buenos Aires manifestó: «El mérito en la escuela tiene que volver, si un docente aplaza a un chico ese alumno debe tener el esfuerzo, la tenacidad y la capacidad para revertir ese aplazo.» Y también agregó, que la resolución que eliminaba los aplazos «terminó siendo una pedagogía para los pobres».
Dos cuestiones preocupantes se derivan de las afirmaciones del funcionario antes mencionado. Una, es la suposición de que los “buenos” rendimientos escolares serían el producto de “voluntades” individuales y no expresiones de procesos de construcción colectiva del conocimiento, en los que participan diversos actores sociales (los sujetos que aprenden, sus compañeros, los docentes, las familias, etc.) y se despliegan en contextos diferentes. El mérito sería una disposición individual y el éxito en el sistema escolar, dependería solamente del esfuerzo (y quizás, de los “dones”) de los estudiantes. Consecuentemente el éxito debe ser premiado y el fracaso castigado, para ello existen: el boletín o la libreta de calificaciones.
La otra cuestión inquietante es el prejuicio del viceministro, quién naturaliza una suerte de asociación entre el bajo rendimiento escolar y la pobreza. De “pedagogía para los pobres» habla dicho funcionario, dando por sentado que los niños y jóvenes con aplazos, pertenecen necesariamente a las clases bajas.
Una primera, aunque quizás apresurada conclusión, a partir de ambos planteos, sería que los pobres tienen bajo rendimiento escolar, porque no se esfuerzan, “no tienen voluntad,” carecen de los méritos necesarios. En cambio, sí tendrán éxito -como tan bien lo enseña la publicidad de Chevrolet- “…los que viven pensando como progresar todos los días, todo el día.” Aquellos dispuestos a vivir en una meritocracia “Donde el que llegó, llegó por su cuenta, sin que nadie le regale nada.” No como los “choriplaneros”, los vagos, los malentretenidos, los que viven de la AUH… porque no quieren trabajar. Podría pensarse que es su naturaleza (biológica y/o psíquica) la que los constituye de ese modo, como “seres carentes de iniciativa.”
Uno de los conceptos naturalizados y difundidos en nuestra sociedad, acerca de los niños y jóvenes que no logran transitar por la maquinaria escolar, del modo y al ritmo de lo esperable, es que esa diferencia está anclada en características “personales” reduciendo de este modo, la manera en que los contextos sociales inciden o determinan, esas aparentes “conductas individuales.”
Carina Kaplan (2014: s/n) sostiene que resulta importante “…poner en el tapete y reflexionar acerca de los modos en que la sociedad clasifica y estigmatiza a los estudiantes, especialmente aquellos que no se corresponden con los parámetros sociales hegemónicos: los jóvenes pobres, las personas obesas, el “nerd”, “el negro”, etc.” Y al mismo tiempo, creo relevante revisar como los discursos meritocráticos ocultan el lugar decisivo de los contextos sociales, en los procesos educativos. Dicho de otro modo, no interesa si los estudiantes son jóvenes del medio rural, que ayudan a sus padres en la producción agrícola; si son hijos de desempleados de conurbano bonaerense beneficiarios de la AUH o de clase alta urbana. Porque la operación consiste en -al decir de Elichiry (2004)- “…convertir problemas socio-educativos en psicopedagógicos” desplazando los problemáticas socio-económicas hacia los llamados “problemas de aprendizaje.” Esto es, los “fracasados escolares” son los estudiantes, como si todo ello fuera consecuencia de su naturaleza y no de los contextos institucionales y sociales en los que estos niños y jóvenes despliegan sus vidas. Nada tienen que ver con el llamado “fracaso escolar” las condiciones socio-económicas y culturales, las propuestas curriculares o los sistemas de regulación disciplinaria de las instituciones educativas.
Esta lógica de colocar en el plano individual los llamados “problemas de aprendizaje” es el sustento de políticas educativas que ponen el eje de la “mejora de la calidad” en diferentes tipos de reduccionismos: los psicopedagógicos, los neurológicos (potenciados, ante el actual despliegue de las neurociencias) o la patologización de la infancia. Los niños y niñas, los jóvenes que no aprenden, es porque: no se esfuerzan, carecen de suficiente inteligencia, no han desarrollado su cerebro y/o padecen algunos de los múltiples síndromes, que circulan en las instituciones educativas, etiquetando a los estudiantes (TDAH, Trastorno Negativista Desafiante, TGD, etc. etc.). Y como, en todos estos casos, se trata de “deficiencias” individuales, el sistema educativo (esto es el estado) no debe desplegar políticas de inclusión socio-educativa, sino promover la iniciativa personal, la competencia, el emprendedurismo y la meritocracia, sistema en el cual -según Chevrolet- el que llegó, “llegó por su cuenta, sin que nadie le regale nada.”
Contrariamente, pienso que el estado tiene la obligación de garantizar el derecho a la educación de todos los niños, niñas y jóvenes. Y para ello, es central considerar que “La inclusión de los niños, adolescentes y jóvenes en el sistema educativo es posible a condición de profundizar en la comprensión de la subjetividad de los alumnos entendida como un punto de encuentro entre las políticas, las condiciones materiales de vida, las expectativas y las estrategias que despliegan en o con relación a la institución escolar. Las instituciones escolares juegan un papel central en las mediaciones entre la estructura social y las trayectorias y expectativas que estructuran los niños, adolescentes y jóvenes.” (Kaplan, 2006: 23). Pero esto será posible, solo si el estado asume como una política pública la inclusión educativa para todos y todas.
¿Pedagogía del afrontamiento?
Otra cuestión preocupante que aparece en el universo educativo macrista, viene de la mano de algunos profesionales que abrevan en las psicologías del afrontamiento. La Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés afirma que el “Afrontamiento es cualquier actividad que el individuo puede poner en marcha, tanto de tipo cognitivo como de tipo conductual, con el fin de enfrentarse a una determinada situación. Por lo tanto, los recursos de afrontamiento del individuo están formados por todos aquellos pensamientos, reinterpretaciones, conductas, etc., que el individuo puede desarrollar para tratar de conseguir los mejores resultados posibles en una determinada situación.”
Facundo Manes, asesor «estrella» de María E. Vidal publicaba en La Nación un artículo en el cuál hacía referencia a la «Resiliencia» y a uno de los supuestos mecanismos que esta «capacidad de afrontamiento» pondría en juego. «La llamada» habituación y extinción» -dice Manes- es una de estas (herramientas para superar la adversidad), ya que al estar expuestos en forma repetida y de manera constante a un cierto estímulo, nuestros sistemas neurales tienden a atenuar la respuesta inicial negativa (en algunos casos hasta apagarse).»
Estas ideas articuladas con la visión meritocrática, pueden ser el germen de un neodarwinismo social, promovido desde el sistema educativo. Los estudiantes “inteligentes”, “dotados”, “emprendedores”, que persiguen el mérito “sin que nadie les regale nada” serán exitosos en sus estudios y premiados con altas calificaciones. En cambio, los aplazados que carecen de todas esas “cualidades” deberán aprender a asumir su fracaso, gracias al entrenamiento de su capacidad de afrontamiento.
Max Weber, uno de los “padres” de la sociología moderna, escribió a principios del siglo pasado, un libro llamado “La ética protestante y el «espíritu» del capitalismo.” En ese texto, presentó una interesante perspectiva acerca de cómo, las representaciones que generaba la religión en torno al trabajo y el esfuerzo (particularmente desde el protestantismo) eran un sustento fundamental para generar en las poblaciones, prácticas afines al desarrollo del capitalismo. En esta misma dirección, la ilusión que genera la meritocracia acerca del esfuerzo individual y la capacidad emprendedora, como la clave para obtener el “éxito”, puede generar como aquella “ética protestante”, prácticas sociales funcionales a la propuesta neoliberal del macrismo.
La evaluación (¿calificación?) como medición del esfuerzo
En ese contexto, la obsesión por la evaluación parece una consecuencia lógica.
A poco de asumir, el nuevo ministro de educación y deportes de la nación anunció que, como parte de las políticas que impulsaría el ministerio a su cargo, estaría la creación de un instituto nacional de evaluación educativa, aunque luego se instituyó la Secretaría Nacional de Evaluación Educativa. Según la página web del ministerio, la nueva secretaría tiene, entre sus propósitos: “…promover el uso de evidencia para la toma de decisiones en pos de incidir en la mejora continua de la educación y en la disminución de las brechas de desigualdad.” El próximo paso, es que a mediados de octubre próximo se desarrollará el Operativo Nacional de Evaluación “Aprender 2016.” A solo 9 meses de iniciado el gobierno del PRO, se observa que la evaluación educativa ocupará el centro de las políticas públicas de la nueva administración. El primer interrogante es, precisamente, acerca de esa centralidad.
Hace unos años, el pedagogo español Juan Manuel Álvarez Méndez tituló uno de sus libros “Evaluar para conocer, examinar para excluir” y este enunciado nos reenvía a una polémica que muchas veces se reitera en el campo educativo. ¿Evaluar para qué?
Cuando en educación hablamos de evaluar y calificar, pareciera que dichos procesos constituyeran parte de la “naturaleza” misma de acto de enseñar. Creo que es preciso “desnaturalizar” esa vinculación, entendiendo que tanto la evaluación como la calificación (que a veces se piensan como si fueran sinónimos) son prácticas sociales que no están dadas, sino que se construyen desde lo singular, lo social, lo histórico y lo político. Ello nos permite entender, como la génesis de las prácticas evaluativas, tanto como su reformulación, son producto de los cambios socio-históricos.
El autor español antes mencionado aporta su mirada a esta polémica. “En términos precisos -dice Álvarez Méndez (2005: 11)- debe entenderse que evaluar con intención formativa no es igual a medir ni a calificar, ni tan siquiera a corregir. Evaluar tampoco es clasificar, ni es examinar, ni aplicar tests. Paradójicamente, la evaluación tiene que ver con las actividades de calificar, medir, corregir, clasificar, certificar, examinar, pasar test, pero no se confunde con ellas. Comparten un campo semántico, pero se diferencian por los recursos que utilizan y los usos y fines a los que sirven.”
De su lado, Ángel Díaz Barriga (1994: 161) sostiene “El examen se ha convertido en un instrumento en el cual se deposita la esperanza de mejorar la educación. Pareciera que tanto autoridades educativas como maestros, alumnos y la sociedad considerasen que existe una relación simétrica entre sistema de exámenes y sistemas de enseñanza. De tal suerte que la modificación de uno afectara al otro. De esta manera se establece un falso principio didáctico: a mejor sistema de exámenes, mejor sistema de enseñanza.”
Como decía más arriba, la evaluación educativa está altamente determinada desde lo político. Evaluar es poner en valor, valorar y esto solo es posible desde un cierto posicionamiento. Sin embargo, cuando advertimos este fuerte componente político de la tarea de evaluar, no estamos proponiendo renunciar a su utilidad como modo de mejorar la educación, sino simplemente estamos señalando que toda evaluación se realiza desde un cierto sistema de valores, ideas y creencias. Y esto nos lleva, también, a la necesidad de preguntarnos acerca de la calidad. La calidad no es un absoluto, no es un universal. Y por ello solo puede ser pensada relacionalmente, esto es enmarcada en el contexto histórico, socio-económico y cultural en el cuál están inmersas las instituciones educativas. Sin embargo, podemos apreciar cómo se extienden en el mundo prácticas evaluativas que parten de parámetros no contextualizados, como la aplicación del sistema standarizado conocido como Informe PISA (Programme for International Student Assessment. Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. OCDE), aplicado en países y contextos muy diferentes a aquellos, para los cuales sus evaluaciones han sido diseñadas. Y como esas prácticas han sido adoptadas, también en nuestro país.
Dias Sobrinho (2008: 16) afirma que “Los países ricos han puesto en el centro de la agenda el tema de la calidad, juntamente con evaluación, acreditación y garantía de calidad, pero promoviendo importantes cambios semánticos. De un modo especial, los países hegemónicos ahora practican y proponen criterios de calidad sin considerar las dimensiones políticas y sociales de los sistemas y de las instituciones de los países pobres y en desarrollo que deben alcanzarlos, ni las dimensiones de carácter cualitativo, como las aptitudes morales y éticas y los valores cívicos.”
Sin embargo, el sentido de la evaluación y la calidad no serán iguales pensados desde un gobierno que tiene como meta la inclusión, que desde una administración que entiende la educación como un sistema meritocrático, en el que triunfan los que se “más se esfuerzan.”
Bibliografía
Álvarez Méndez, J. (2005). Evaluar para conocer, examinar para excluir. Madrid: Morata.
Dias Sobrinho, J. (2008). Calidad, pertinencia y relevancia: relación con el resto del sistema y la sociedad; responsabilidad social de la educación superior. Caracas: Instituto Internacional de la UNESCO para la Educación Superior en América Latina y el Caribe (IESALC).
Díaz Barriga, A. (1994). Una polémica en relación al examen. Revista Iberoamericana de Educación. 5: 161-181.
Elichiry, N. (2004). Aprendizajes escolares. Desarrollos en Psicología Educacional. Buenos Aires: Manantial.
Kaplan, C. (2006). La inclusión como posibilidad. Buenos Aires: Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología.
Kaplan, C. (2014). Clases del Curso de Postgrado: Las violencias en la escuela como cuestión social. Posadas: Universidad Nacional de Misiones. (mimmeo).
Imagen 1: N.N «El reto de los hijos retadores» Voz y movimiento, 14-03-2016. Recuperada en: http://www.vozymovimiento.com/reto-los-hijos-retadores/
Imagen 2: N.N. «SEP otorga más de 600 mil becas para reducir deserción escolar» Arsenal diario digital, 3-10-2016. Recuperado en: http://www.elarsenal.net/2016/03/21/sep-otorga-mas-600-mil-becas-reducir-desercion-escolar/
Imagen 3: Mariana Eliano (2015) «Escuela Primaria Provincial Rural N° 31 Gendarme Argentino. Estancia el Cóndor, Río Gallegos, Santa Cruz» Presente, retratos de la educación Argentina
Reblogueó esto en Blog de Nacho Rivasy comentado:
En época de reválidas en España, me parece muy oportuno y pertinente eta reflexión de mi amigo Pablo Vain, de la Universidad Nacional de Misiones. Hago mías sus palabras y sus pensamientos.
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Siendo muy esquemático, una política de derechas preconizará un sistema educativo basado en la meritocracia mientras que una política de izquierdas defenderá un modelo que busca el igualitarismo; es decir, en un caso se busca seleccionar a los más inteligentes a costa del resto mientras que en el otro se persigue eliminar las diferencias, perjudicando con ello a los que podrían destacar.
Y en ninguno de los dos casos se beneficia a los más inteligentes, sino a los más listos; a aquellos que saben aprovechar en su propio interés los automatismos, los vicios y las debilidades de cada sistema. Porque alguien realmente inteligente, más que títulos, necesita desafíos a su inteligencia y ninguno de los dos modelos se lo ofrece. El primero solo le suministra una sucesión de contenidos y saberes encadenados que conducen a una meta establecida de antemano mientras que el segundo simplemente le aburre o le hastía.
En ambos casos tampoco se ayuda a los que no dan la talla, cualquiera que sea lo que se entiende por talla y cualquiera que sea la talla que se establezca. Porque tan poca ayuda es exigir lo que no se puede dar como pedir menos de lo que cada uno podría llegar a alcanzar. El resultado es el mismo: que el afectado no se mueva o se mueva muy poco, que no dé todos los pasos que podría dar para recorrer su propio camino.
http://www.otraspoliticas.com/educacion/meritocracia-e-igualitarismo
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