*Javier Trímboli
Si se vuelve necesario pensar alrededor de la historia y la formación docente, en tanto relación que vale la pena sostener, es porque nos encontramos ante un buen número de señales que indican que algo de ese entramado se encuentra averiado. Como si las fuerzas que trabajan para que uno y otro término se impliquen estuvieran siendo puestas en jaque por otras que, aunque no siempre se preocupen por ensayar argumentos, pretenden exactamente lo contrario, desagregarlas, que la historia sea una cuestión de especialistas -o un pasatiempo inofensivo- y la formación docente circule sin su pesada sombra. Aunque el gobierno de Mauricio Macri milita sin embozos a favor de una sepultura para el desacuerdo y la negatividad con que el pasado acarrea, sabemos que el tembladeral en el que se encuentra la relación entre historia y formación es más viejo, quiero decir, no comenzó el 10 de diciembre último.
Para contrastar con otra situación que ya ni siquiera es la anteúltima, podríamos empezar poniendo en lista los nombres de nuestros hombres de Estado que conjugaron la condición de maestros –o profesores, se entiende- con una fuerte inclinación por la historia, que no era un atributo más, sino que iba casi por añadidura. De Sarmiento a Perón. Pero vayamos directamente al punto y digamos que mientras la escuela fue parte central de la trama de las «sociedades disciplinarias», el discurso histórico era un componente insoslayable, como las aulas a las que atravesaba más allá de las horas que le correspondían a la materia en cuestión o de los actos. Anudadas dichas sociedades por las nociones de civilización y progreso que sólo dejan entrever sus promesas en el desenvolvimiento histórico, se entiende que su presencia haya sido constitutiva. Desde ya, también una idea de Nación se sostenía sobre estos pilares narrativos. En esos tiempos, que duraron poco más de un siglo, aunque no siempre haciendo hablar a todos lo mismo ni con idéntico entusiasmo, este tema de tan instalado no alcanzaría nunca el estatuto de problema a indagar. Hoy nos inquieta porque, también para decirlo rápido, en las «sociedades de control» en las que el consumo y la realización del deseo individual -como si tal cosa existiera al margen de poderosísimas influencias sociales- pesan mucho más que cualquier idea de deber, la historia ocupa un lugar que es definitivamente otro. De ser el suelo que daba fundamento a la tarea de enseñar pasó a ser, ahora sí, sólo una materia y ni siquiera de las más relevantes, en instituciones que ya no están en la primera línea en la construcción de poder y sujetos, que más que como motivo de orgullo de la Argentina burguesa lucen como signos de su desbarranque.
Inevitable descubrir un problema nada menor en el párrafo anterior. Si sacamos los nombres propios y las marcas temporales, lo escrito podría estar fechado en el año 1995 -el texto de Gilles Deleuze que introduce de manera franca esta transformación, Posdata a las sociedades de control, se escribió en 1990 y llegó a estas playas casi de inmediato, aunque habría que ver cuándo se lo empezó a entender-; o podría ser válido para cualquier sociedad que haya recibido los vientos poderosos de Occidente, del capitalismo y la globalización, en esta hora tardía y extrema. Para todas. El problema se torna más evidente aún cuando advertimos que la particularidad de la crisis del 2001 y, parejo, de la manera en que se salió de ella hasta conducirnos a este presente, estuvo dada por una apuesta política que reposicionó al Estado como no se imaginaba podría suceder con el esquema anterior; y junto con él a las escuelas, como a otros viejos nudos de las sociedades disciplinarias. También la historia y la política se reencendieron y todo, fundamental, con otro flujo de alianzas sociales. Entendámonos: nunca este“regreso”ocurrió de manera completa, sin lagunas ni desviaciones, por eso cuando vemos la película de Laurent Cantet, Entre los muros, o cuando leemos lo que nos cuenta Mark Fisher en Realismo capitalista sobre los institutos terciarios en Londres -estudiantes que no pueden sacarse los auriculares de la cabeza; que difícilmente leen un texto de pocas páginas de una semana a la otra; que no pueden evitar comer, snacks o comidas calientes, cuando el profesor da clases-, lo que registramos en la comparación no deja de sernos familiar. Pero así y todo no es lo nuestro. Incluso en el libro de Gonzalo Santos, En las escuelas, que quiere ubicarse en equivalencia con esas situaciones en las que el aula devino una cárcel amotinada, así dice, algo distinto ocurre. No logra producir interés con sus clases pero, cuando en busca de otra cosa, lleva un recorte de diario sobre el kirchnerismo, muchos se despiertan y la discusión se hace larga. De esto no toma nota porque no le interesa y reincide en viajes lamentables a Europa y al Caribe, all inclusive. Zamba desde Pakapaka y Encuentro, canales del Ministerio de Educación de la Nación, fue un acontecimiento tanto para la disciplina histórica como para las escuelas, por eso se lo cuestiona. Una pequeña pero cierta conmoción que altera módicamente el diagrama de fuerzas en torno a la historia y sus usos.
Si alcanzáramos radiografiar, aunque más no sea a grandes rasgos, lo que en este año ocurrió en las escuelas con la historia el 9 de julio con el Bicentenario, pero también el 24 de marzo por los 40 años del golpe de 1976, de seguro encontraríamos una variedad notable de iniciativas y enunciados, en algunos casos acentuándose reflejos democráticos, en otros con conjugaciones nacional populares, revolucionarias, latinoamericanistas, indigenistas o de género. En los patios, en las aulas y en las cabezas de los maestros y de muchos chicos. Como sea, muy lejos de la indiferencia y el silencio que, ante tema similares, cunden en otras latitudes, también de la historia que se hacía presente como discurso monolítico durante los tiempos «disciplinarios». Y, agreguemos, a contramano de la posición del nuevo gobierno que llama a enfriar, una vez más, al pasado, a devolverlo a su lugar naturalizado y sin sobresaltos. La visita de Obama a la ESMA y la participación principal del rey“mérito” Juan Carlos en la celebración de la Independencia en Tucumán como construcción de un paisaje posthistórico, de superación de la política, al ladito de los billetes con animales. Aunque de a ratos esto se nos ocurra poco menos que pesadillesco, no tiene nada de nuevo, sino que nos reinstala en una historia muy larga y maciza, la de la infanta Isabel en los festejos del Centenario, también la de los años noventa con el agregado de época, que ya amenazaba, de los derechos humanos hechos materia insulsa. El tema es que a todo esto nos desacostumbró la coyuntura que arrancó en el 2001 y sigue presente, de otra manera, sin el gobierno nacional a favor. Es cierto, el macrismo le añade su impronta, teñida también por el momento en el que llega y a lo que responde. Pero recordemos que Eric Hobsbawm, en un libro de 1989, Ecos de la Marsellesa, escrito con «adrenalina» por los comentarios que rodearon a la celebración de los 200 años de la toma de la Bastilla, cita al primer ministro francés, socialista, que da la bienvenida a ese bicentenario porque convencerá a la gente de que «la revolución es peligrosa y que si puede evitarse, tanto mejor.» En esta hora nuestra de «rehabilitación de las clases acomodadas», así designaba Sarmiento el significado social de la derrota del rosismo en 1852, desproveernos de la historia tal como circuló en estos años es una de las metas. Aunque su circulación haya sido en migajas, desarticulada, sin fuerza para reemplazar las ruinas de ese viejo discurso histórico disciplinario que tan poderosa yunta hizo con la escuela.
Entonces. Hubo una vez en que el Estado se preocupó porque la historia –su sentido inconmovible- atravesara por entero a la formación de los maestros y a su práctica posterior en las escuelas, un aliento pesado pero invisible de tan aceptado. Entre nosotros, esto se agota con la dictadura y la guerra de Malvinas; lo que de él quede en pie tendrá luego eficacia dudosa o excepcional. Levantando la vista, el agotamiento de esa narración de la historia es decisiva para que alumnos en las mejores universidades de EE.UU. desconozcan que hubo una primera guerra mundial (Hobsbawm, 1994); o que la Guerra Civil Española parezca tan lejana como la batalla de Salamina (Javier Cercas, 2001); o, de nuevo entre nosotros, que cualquier preocupación por las injusticias sociales se liquidara con un lapidario “te quedaste en el ‘45”. Asunto cerrado. Lo que sobrevino a partir de la crisis del 2001, hizo posible que desde el Estado, aunque con especial escucha de lo que se venía diciendo desde andariveles menores y soterrados, se ensayara una importante discursividad histórica en el plano público, que ingresó en la formación docente y en las escuelas. Nunca al punto de transformarse en una nueva sintaxis, en un nuevo cauce que aportara sentido fuerte a nuestras prácticas. Hoy, con un gobierno nacional que le da un nuevo viraje al Estado, que lo pone en una órbita de sujeción de clase en la que se encuentra más cómodo, el tema es cómo continuará todo esto que sigue vivo, cómo crece y se desparrama la trama que apuesta y ha confirmado que la historia a contrapelo tiene capacidad de poner en pie situaciones, de dejar marcas duraderas en los sujetos.
Corrijámonos, discutamos en la conversación sobre lo que este momento tiene de nuevo. La vieja derecha llegaba a decir que una nación sin historia era como una“empresa sin capital” (el inglés whig Edmund Burke, poniendo las semillas del historicismo del siglo XIX); o trazaba comparaciones entre la nacionalidad y un gran árbol, con raíces profundas y hojas a punto de brotar, siendo la historia su savia (Joaquín V. González en El juicio del siglo). Es decir, siempre en la historia había algo colectivo, incluso en una historia que quisiera sostener sólo al individuo burgués. La nueva derecha encuentra capacidad para articular deseos de la época y que son estrictamente individuales. Y la historia no cuenta, entorpece, aviva malos recuerdos. Por eso, aunque se vean obligados en su condición de gobierno a producir algunas intervenciones que los revelen, a la historia preferían abolirla y a otra cosa. Lo que sobreviva de ella será por la postura emancipatoria que se la abrace. La tradición ya no está segura en sus manos. El 24 de marzo pero tampoco el 25 de mayo o el 9 de julio los encontrará cómodos, sin molestias. En su salsa están con Al Pacino en el Colón, con Obama bailando tango en el CCK o con los Rolling Stones, ése es su“cielo”cultural.
Mientras tanto, ensayemos tres argumentos que llaman a cultivar la relación entre historia y formación docente y que, a decir verdad, sólo ponen de relieve lo que en buena medida está ocurriendo. Para que recrudezca. Mapas que den cuenta de las relaciones sociales sensiblemente alteradas y que combinan viejas con nuevas asimetrías: esto reclamaba Frederic Jameson en 1984, al hacer una de las primeras y fundamentales lecturas del posmodernismo «como lógica cultural del capitalismo avanzado». Lógica que, habiendo bebido en el surrealismo y en las vanguardias estéticas, quitándoles toda arista crítica, no hacía más que apuntalar el sin sentido de la experiencia contemporánea. Veía rápido Jameson que el «ascenso de los medios de comunicación de masas y de la industria publicitaria» estaba produciendo «una nueva penetración y una colonización históricamente original del inconciente y de la naturaleza». La cultura del capitalismo en esa fase de su desarrollo dispuesta para que nos gane la impresión de que nada está en nuestras manos, nada entonces se puede hacer. Los mapas de conceptos y categorías que pide Jameson son necesarios para leer lo que de otra forma se vuelve ininteligible y nos devora. Esquizofrenia a la vista como producción social: «Cuando somos incapaces de unificar el pasado, el presente y el futuro de la frase, también somos igualmente incapaces de unificar el pasado, el presente y el futuro de nuestra propia experiencia biográfica de la vida psíquica.» Diez años después, Eric Hobsbawm volvía con los mapas, acentuando un aspecto que estaba ya en Jameson, el pasado es un mapa que nos orienta en el presente. Pero en su libro, Historia del siglo XX, que tiene mucho de desesperado –cómo no estarlo a mediados de los años noventa, más aún si durante toda una vida se había sido comunista- ese mapa ya no servía. El tema es qué tipo de historia es la que puede trazar mapas, seguro que ya no es una hecha con teleologías, con líneas que resplandezcan de claridad. Los maestros en tanto integrantes de un colectivo social -sólo los llamaríamos ciudadanos si desconociéramos la enorme influencia de poderes que exceden lo estrictamente republicano, esos a los que refiere Jameson- precisan de estas cartografías.
Dice Richard Sennett que la escena del trabajo que nos envuelve, y que nació de la transformación que se empezó a producir a mediados de la década de los setenta, impide los compromisos a «largo plazo». La flexibilidad laboral, el pluriempleo, el riesgo constante que amenaza al trabajo conspira contra la posibilidad de construir relaciones durables. Esa misma suspensión del largo plazo se lanza hacia el pasado, todo es presente, desasido de espesor. Bastante se ha escrito sobre los excesos de la memoria. Funes el memorioso y Vigilar y castigar son textos principales que enlazan memoria y muerte. Borges y Foucault son geniales lectores de Nietzsche, pero en Genealogía de la moral la memoria es una invención que se le ha hecho al “animal hombre”, la más cruel, pero también es lo que nos permite empeñar la palabra, sostenerla, reconocernos. Sin «largo plazo», sin memoria e historia no hay carácter. “El carácter se centra en particular en el aspecto duradero, ‘a largo plazo’, de nuestra experiencia emocional. El carácter se expresa por la lealtad y el compromiso mutuo, bien a través de la búsqueda de objetivos a largo plazo, bien por la práctica de postergar la gratificación en función de un objetivo futuro.” (Sennett) Quizás sea esto lo que hace que Giorgio Agamben sospeche que la instantaneidad de las comunicaciones y las pantallas atenta directamente contra la posibilidad de construir sujetos. Los maestros en tanto trabajadores, por la imperiosidad de sostener carácter necesitan de historia.
El maestro enseña el mundo, ésa es su tarea y el mundo que enseña a los “nuevos” siempre es viejo, está hecho en el pasado. Hannah Arendt: “Como el mundo es viejo, siempre más viejo que ellos, el aprendizaje se vuelve inevitablemente hacia el pasado”. Salvo que evitemos entendernos de esta manera, siempre estamos tratando con artefactos que se aproximaron a la verdad de acuerdo a las correlaciones de fuerzas propias de su época, la que les dio su factura. Sean los contenidos de matemática, de biología o tecnología, sea el tratamiento y el análisis de una lengua, siempre se trata de construcciones sociales resultantes de coyunturas históricas. En esta perspectiva de indudable matriz conservadora y que, reapropiación mediante, de tanta utilidad puede resultar, la avalancha diaria de información no forma parte del mundo, en tanto que éste se define por albergar aquello que logra sobrevivir al “proceso consumidor de las vidas de las personas”. En el núcleo más cierto de la tarea docente se encuentra la historia como genealogía y también como enseñanza de las potencias que cada tanto se activan socialmente y producen más y mejor mundo.