¿Qué implica “bajar la edad de punibilidad”? ¿Por qué oponerse?

 

Claudia Cesaroni, abogada y docente. Integrante del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC) y de la Red Argentina No Baja

Introducción:

Hay una clase de niños y niñas sobre cuyos derechos no parece haber dudas. Se sabe todo aquello que se les debe garantizar: juego, abrigo, alimento del mejor, educación, salud, disfrute. Son nuestros niños y niñas. Y luego, están los otros, los que a una parte de la sociedad le resultan ajenos. Porque son “violentos”, “conflictivos”, “difíciles”. Esa clase de niños, en tanto ajenos, parecen no tener los mismos derechos que los nuestros. Muchos de esos niños y niñas (sobre todo niños), comienzan un recorrido escolar que se entrecruza con un contacto cotidiano con las áreas penales del Estado. Son, como lo ha descrito profusamente el sociólogo francés Löic Wacqant, los clientes preferidos del Estado Penal, que se sirve del Estado Social para ejercer mejor su control poblacional primero, y policial y carcelario después. Cuando hablamos de “la baja de la edad”, una parte de nuestra sociedad por sentado que estamos hablando de algo que solo los afectará a ellos, a los ajenos. Y no les falta razón.

LA MISMA RECETA

De forma recurrente, y como respuesta a algún hecho trágico, integrantes de poderes ejecutivos, legislativos o judiciales en sus diversos niveles, lanzan propuestas similares: aumentar penas, crear nuevos delitos, restringir derechos para las personas privadas de libertad. Cuando el hecho trágico involucra como presunto autor a un adolescente, la respuesta automática es “bajar la edad de imputabilidad”.

Desde hace años hemos venido  planteando en el Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC) que esa respuesta es la peor posible. Por inútil y por dañina. La última ocasión en que esto sucedio agrega, además, un pecado de origen: se parte de un caso trágico (el asesinato del niño Brian Aguinaco, de 14 años, en diciembre de 2016), se lo atribuye falsamente a otro niño, del mismo nombre de pila y parecida edad (15 años), y sobre esa base falaz, se lanza con ferocidad la repetida propuesta de bajar la edad de punibilidad. Ese “otro Brian”, que nada tuvo que ver con el asesinato de su homónimo, hoy está en Perú, donde fue prácticamente deportado, culpable de ser pobre, hijo de inmigrantes, y tener una familia sospechosa, tocados su padre y su madre por el sistema penal y la cárcel.

¿QUÉ SIGNIFICA “BAJAR LA EDAD”?

Supongamos que un niño de 12 años roba un celular. Ese niño es retenido por un policía, que debe de hacer algo con él, ya que lo encuentra con el celular, y la víctima del robo lo señala como quién se lo robó. ¿Qué debe hacer el policía? Ponerse en contacto inmediato con el juez penal juvenil (o de menores, como se llame en cada jurisdicción), y poner al niño a disposición de esa autoridad judicial. Idealmente, el policía no debería ni siquiera tocarlo, ya que tendría que haber un dispositivo específico que actúe con los niños no punibles, es decir, con todo niño o niña menor de 16 años.

¿Qué debe hacer la autoridad judicial? Una vez constatado que el niño tiene 12 años, lo debe sobreseer de inmediato en razón de ese dato objetivo: está por debajo de la edad legal, que nosotros llamamos “edad de punibilidad”, y la Observación General Nº 10, emitida por el Comité de Derechos del Niño de las Naciones Unidas, define como “Edad Mínima de Responsabilidad Penal»

Del mismo modo, supongamos, que si un adolescente muy politizado quiere votar a los 15 años, y se presenta el día de las elecciones, y protesta y plantea que tiene muy en claro (mucho más que tantos adultos, sostiene) la importancia de votar, y arguye que tiene la madurez suficiente, y que cualquiera puede verificarlo haciéndole exámenes y pericias, la autoridad de la mesa electoral más alejada o más céntrica, deberá decirle que no, que entiende sus razones, pero que hay una edad mínima a partir de la cual tiene derecho a votar: los 16 años, más allá de sus condiciones personales.

Volviendo a nuestro niño de 12 (o 14, o 15) años, se le podrá imputar (imputar, en el sentido de acusar de un hecho, de señalar) un delito, pero de inmediato el juez deberá sobreseerlo en razón de su edad, y derivarlo al área de protección de derechos de la jurisdicción de la que se trate. Y será esa área la que trabajará con ese niño de 12 años (para lo cual obviamente hacen falta recursos económicos, institucionales, profesionales, etc). Se verificará si va a la escuela o no, y si no va, se garantizará que vaya, que sea incorporado y acompañado en su trayectoria escolar. Se convocará a su familia, y si se constata que no está en condiciones de hacerse cargo de ese niño, se desplegarán todos los programas de política pública necesarios para acompañarla, y en los casos más extremos, si se verifican formas de abuso o maltrato graves, se verá la forma de buscar alternativas dentro de la familia extensa, o de espacios de convivencia extra familiar. Se le dará asistencia psicológica y sanitaria, si la necesita, sobre todo si realiza consumos problemáticos. Se tratará de que las organizaciones comunitarias del barrio donde viva ese niño pueden acompañarlo, e incorporarlo a actividades placenteras como jugar al fútbol, practicar teatro o aprender a bailar.

En conclusión: a ese niño de 12 (o 13, 14 o 15) se le está imputando un hecho (robó un celular), pero no se lo puede procesar ni punir por ese hecho porque, precisamente, no es punible. Lo que se puede hacer, visto que está involucrado en situaciones que no son adecuadas para un niño o una niña, es acompañarlo en su vida cotidiana para que construya un proyecto de vida que excluya el delito como práctica y que evite que ese niño o niña sea utilizado por adultos, con o sin uniforme policial. Evidentemente, bajo un gobierno que hace del recorte de políticas dirigidas a la niñez, y al dinamitamiento de derechos del pueblo en general su práctica cotidiana, cumplir con esas funciones públicas es un esfuerzo que asumen las organizaciones sociales y comunitarias, y los restos de Estado democrático y  popular que se aún se conservan, como huellas de tiempos pasados.

¿POR QUÉ 16?

La determinación de edad de punibilidad o edad mínima de responsabilidad penal es una decisión de política pública, vinculada a otras decisiones de política social y criminal. Las sociedades que garanticen mayores derechos a sus niñas, niños y adolescentes, reservarán el abordaje penal para el menor número de casos posible, y por el menor tiempo que proceda, como lo indica la Convención sobre los Derechos del Niño en su artículo 37: “… La detención, el encarcelamiento o la prisión de un niño se llevará a cabo de conformidad con la ley y se utilizará tan sólo como medida de último recurso y durante el período más breve que proceda…”

¿Cómo se determinó, en la historia de nuestro país, que los adolescentes sean punibles desde los 16 años?

Primero, lo decidió el gobierno peronista, en 1954, en el marco de sus políticas de protección de la infancia (puede verse una genealogía de las leyes penales juveniles aquí)

Durante la dictadura, esa edad bajó a 14 años, hasta mayo de 1983, en que volvió a establecerse en 16. Durante el gobierno alfonsinista a nadie se le ocurrió que debiera bajarse nuevamente a 14.

En este momento, en nuestro país, la edad de 16 años es la edad mínima para cuatro cuestiones fundamentales:

– A los 16 años, un/a adolescente tiene pleno derecho para decidir sobre su cuerpo: Ley 26.994, Código Civil y Comercial de la Nación, artículo 26, último párrafo: «A partir de los dieciséis años el adolescente es considerado como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo».

– A los 16 años, un/a adolescente puede trabajar: Ley 26.390, modificatoria de la Ley de Contrato de Trabajo: «Se eleva la edad mínima de admisión al empleo a dieciséis (16) años en los términos de la presente. Queda prohibido el trabajo de las personas menores de dieciséis (16) años en todas sus formas, exista o no relación de empleo contractual, y sea éste remunerado o no. Toda ley, convenio colectivo o cualquier otra fuente normativa que establezca una edad mínima de admisión al empleo distinta a la fijada en el segundo párrafo, se considerará a ese solo efecto modificada por esta norma.»

– A los 16 años, un/a adolescente tiene derecho a votar: Ley 26.774, Artículo 1: «Los argentinos que hubiesen cumplido la edad de dieciséis (16) años, gozan de todos los derechos políticos conforme a la Constitución y a las leyes de la República.»

– A los 16 años, un/a adolescente es punible: Ley 22.278: «Artículo 1°: No es punible el menor que no haya cumplido dieciséis (16) años de edad. Tampoco lo es el que no haya cumplido dieciocho (18) años, respecto de delitos de acción privada o reprimidos con pena privativa de la libertad que no exceda de dos (2) años, con multa o con inhabilitación…

Artículo 2°: Es punible el menor de dieciséis (16) años a dieciocho (18) años de edad que incurriere en delito que no fuera de los enunciados en el artículo 1º.»

Como se ve, las tres primeras leyes son de ampliación de derechos para nuestros adolescentes, y fueron votadas en la última década: derecho sobre el propio cuerpo, ingreso más tardío al mundo del trabajo, acceso a derechos políticos.

La cuarta, el «Régimen penal de la minoridad», es un artefacto jurídico creado por la dictadura, firmado por el genocida Videla. Debe de ser derogada, por supuesto, pero sin bajar la edad de punibilidad, es decir, sin restringir derechos a las personas menores de 16 años, sino manteniendo esa edad en las que adquieren derechos y obligaciones en forma armónica.

¿POR QUÉ NOS OPONEMOS A BAJAR LA EDAD DE PUNIBILIDAD?

Porque conocemos la cárcel, y las instituciones de encierro en general, y sabemos que son el peor lugar para introducir niños y niñas cada vez más pequeños. El criminólogo noruego Nils Christie, describe así a un sistema construido para repartir dolor:

«Durante algunos años, el moralismo dentro de nuestro campo ha sido una actitud, o incluso, un término que se asocia con los defensores de la ley y el orden y de las severas sanciones penales, mientras que a sus oponentes se les ve como flotando en una especie de vacío carente de valores. Dejemos por lo tanto completamente claro que yo también soy un moralista. Peor aún: soy un imperialista moral. Una de mis premisas básicas será que se debe luchar para que se reduzca en el mundo el dolor infligido por el hombre. Puedo ver muy bien las objeciones a esta posición: me dirán que el dolor hace crecer a la gente; que la hace más madura, la hace nacer de nuevo, tener un discernimiento más profundo, experimentar más gozo si se desvanece el dolor, y según algunos sistemas de creencias, acercarse más a Dios o al cielo. Algunos de nosotros quizá hayamos experimentado algunos de estos beneficios. Pero también hemos experimentado lo contrario: el dolor que detiene el crecimiento, el dolor que atrasa, el dolor que hace perversas a las personas. De cualquier manera, no puedo imaginarme en situación en que yo me esforzara por hacer que aumentara en el mundo el dolor infligido por el hombre. Tampoco puedo ver ninguna buena razón para creer que el nivel reciente de imposición de dolor sea correcto y natural. Además, puesto que el asunto es importante y me veo obligado a elegir, no veo otra posición defendible que la de luchar para que disminuya el dolor».[1]

Nosotros y nosotras, frente a lo que la antropóloga Rita Segato define como “pedagogía de la crueldad”, heredera de la sentencia de que “la letra con sangre entra”, elegimos una y otra vez la metodología de la ternura y el cuidado, y desde esa convicción nos  oponemos a considerar como monstruos a nuestros pibes y pibas -propios o ajenos- y a pregonar para ellos el castigo y el encierro.

 

[1]  Nils Christie, Los límites del dolor, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2001, pág. 13

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